Mis inicios como escuchante
Por Laura Isanta
Encender nuestra escucha
Mi abuela era sorda de un oído y había perdido un porcentaje muy alto de audición del otro. Un día decidió comprarse un audífono. Eligió uno muy moderno para la época, especialmente por su tamaño. Iba colocado detrás de la oreja y podía cubrirlo con su cabello. Ella no era demasiado atenta con su aspecto, pero tenía pequeñas coqueterías como esta o que su cartera fuera del mismo color que sus zapatos.
El audífono costaba bastante dinero, pero era accesible. Lo que resultaba costoso eran las pilas que lo hacían funcionar, en especial porque se convertía en una nueva carga para su economía mensual. Es lo mismo que ocurre con otros aparatos electrónicos, como las impresoras, por ejemplo, que los compramos quizá a un precio promocional y luego debemos abonar elevados precios por los cartuchos de tinta.
En cualquier caso, mi abuela estaba feliz con su audífono, tenía una alta potencia y además resultaba estético. Como las pilas representaban una parte significativa de su presupuesto, era lo primero que salía a comprar apenas cobraba su jubilación. Precisamente por ello, las dosificaba con sumo cuidado.
Recuerdo una tarde que pasamos con unos amigos sentados alrededor de la mesa del comedor, y ella, sentada en la cabecera en silencio, con una leve sonrisa dibujada en su rostro, recorría con su mirada a cada uno de los presentes y se detenía a observar a quien estuviera hablando. No decía comentario alguno, solo sonreía y hacía un leve movimiento como de asentimiento con la cabeza.
Nadie lo notaba, pero yo sabía que había apagado su audífono. Conocía ese rostro; era una expresión social. Sonrisa y mirada amigable, pero sin presencia. Lo que se conoce como sonrisa de azafata. Una sonrisa que no se parece en nada a una sonrisa auténtica, sincera, de esas que nacen desde adentro.
Cuando todos se fueron le pregunté si había apagado su audífono.
―Sí ―me respondió.
―¿Por qué lo hiciste?
―Ya sabes: a la segunda tontería que escucho, lo apago. ¡Las pilas son demasiado caras para desperdiciarlas!
Muchos años después reparé en que, aun sin usar audífono, las personas manejamos nuestra escucha de un modo muy similar. La apagamos cuando creemos que lo que el otro dice no es valioso. No le ponemos energía a aquello que no nos interesa. Como si detenernos a escuchar fuera algo que implicara un gran esfuerzo que solo estamos dispuestos a realizar si creemos que vale la pena.
Esta discriminación que efectuamos se produce simultáneamente al propio acto de escuchar. Y por eso mismo, en muchas ocasiones perdemos la oportunidad de distinguir datos preciados de un discurso. No hemos puesto el compromiso suficiente y el proceso termina por no conducirnos a una escucha apreciativa. Toda escucha se ve afectada por nuestros prejuicios, la velocidad con que vivimos, la fuerza de una creencia o un modelo mental, el peso de un problema que nos inquieta, una pena o una alegría, y un sinfín de cosas más.
Apagar nuestra escucha es además un mecanismo de defensa que se nos activa para protegernos en innumerables circunstancias. A veces lo usamos ante un desprecio, una crítica o una queja persistente, también utilizamos este mecanismo ante a un discurso inquebrantable o cuando estos se presentan con demasiados contenidos negativos y proyecciones catastróficas. En muchos casos, el decoro y la urbanidad también son los que nos empujan a estar sin estar. Indudablemente, estos recursos en cantidades saludables son de mucho beneficio para nuestra calidad de vida.
Hablamos y nos enseñan a hacerlo. Desde pequeños nuestros padres nos ponen frente a ellos y nos deletrean palabras y monosílabos para que los repitamos y, cuando esto ocurre, corren a contárselo a amigos y abuelos. Casi todos sabemos, o podríamos averiguar con nuestros mayores, cuáles fueron nuestras primeras palabras y a qué edad las pronunciamos. Con mayor motivo si esto además forma parte del repertorio de anécdotas familiares divertidas. Yo, sin ir más lejos, decía “chicacó” en lugar de “cinta scotch”, algo que mis padres aún recuerdan.
Sin embargo ¿quién de nosotros podría decir cuál fue la primera palabra que escuchó? De esto no tenemos registro. Tenemos cierta información sobre las primeras palabras que han salido de nuestra boca pero no sabemos a ciencia cierta cuáles ha sido las primeras palabras que registramos. Y no me refiero a las primeras que percibieron nuestros oídos, sino a las primeras que escuchamos.
La mayoría hablamos como si las pilas que se necesitan para hacerlo fueran baratas. En general lo hacemos con poco esfuerzo y mucha naturalidad, y no suele resultarnos un inconveniente hablar con otras personas.
Sin embargo, cuando escuchamos, la cosa cambia. Lo hacemos como si las pilas fueran caras, cómo las del audífono de mi abuela. No le concedemos nuestra escucha fácilmente a otros y suele ser algo escaso en nuestras relaciones. Con la disposición a la escucha solemos medir la calidad de nuestras relaciones y afectos más cercanos, y nos da un valor de cuánto creemos que le importamos al otro. En palabras de Rafael Echeverría, en su obra Ontología del lenguaje: “No hay mejor indicador de la calidad de una relación que la manera como evaluamos la escucha que en ella se produce, sea esta una relación personal o de trabajo. Si alguien nos dice, ‘mi pareja no me escucha’, ‘mis hijos no me escuchan’, ‘mis padres no me escuchan’, sabemos que estas relaciones están deterioradas”[1].
Escuchar apreciativamente es estar presente y atento para distinguir lo mejor y lo valioso de lo que el emisor está diciendo. Es, además, escuchar con la intención de identificar aquellos momentos de la conversación en que podemos introducir preguntas apreciativas que lleven al interlocutor a conectarse cada vez más con sentimientos y emociones positivas.
La escucha apreciativa se adentra en el mensaje con el propósito de encontrar su potencial y riqueza. Escuchar apreciativamente es estar abiertos y ávidos de toparnos con nuevas oportunidades e indagar sobre ellas para potenciarlas. Es reconocer la belleza desde la percepción del otro; es poder avizorar el potencial aún no manifestado. Es ser capaces de separar la paja del trigo, destacando lo valioso y construyendo el diálogo y la relación con este alimento rico en emociones positivas.
La escucha apreciativa no propone hacer oídos sordos a la tragedia. Sino que nos invita a captar, incluso en la tragedia, aquello que nos da vida, los recursos y potenciales disponibles y construir a partir de ellos una comunicación fructífera.
[1] Echeverria, R.: Ontología del lenguaje. Dolmen Ediciones, Buenos Aires, 2001
Más sobre la autora en: www.lauraisanta.com
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